La semana pasada se celebró el Día de la Mujer y los medios dieron cifras espeluznantes sobre las desigualdades entre sexos: una información muy necesaria. Pero, antes y después de ese día, hordas de canallas siguen perpetrando atrocidades contra las mujeres. Como las niñas secuestradas en Nigeria (aún no las han rescatado y han raptado a más), o las mujeres y niñas yazidíes violadas por el ISIS. En México, unos ladrones acaban de asaltar un autobús y han violado a todas las pasajeras. Esos tipos tendrán hijas, esposas, madres: no logro entender su aberrante maldad. Pero aún entiendo menos que se siga martirizando de tal modo a las mujeres y que el mundo no haga absolutamente nada contra ello. Nuestro dolor nunca ha sido prioritario para los poderosos, quizá porque no lo consideran propio. La ajenidad con la que la mayoría de los hombres nos miran, la gran distancia que guardan con nosotras, es una patología tan tenaz que me deja sin aliento, sin palabras, a veces también sin esperanza. Tomemos el Día de la Mujer: salvo unos pocos, incluso los varones poco machistas creen que es un asunto sólo de chicas. Nos apoyan “para ayudarnos” y escuchan hablar de los abusos presentes y pasados del sexismo, desde las violaciones a que las mujeres no hayan podido entrar en la Universidad hasta el siglo XX, por ejemplo, con horror y simpatía, pero como si fuera un problema femenino en vez de algo que también les concierne: ¿o acaso no son hombres los violadores, acaso no formaron parte activa de aquella sociedad que nos prohibió estudiar? No estamos contando nuestro pasado: estamos contando el pasado de todos. No denunciamos nuestro infierno, sino el infierno común. Amigos, el Día de la Mujer debería llamarse de la Mujer y el Hombre. Porque también estamos hablando de vosotros, maldita sea.